domingo, 17 de enero de 2010

Un día en la ciudad.

Martes , 12 de Enero de 2010, Santander

Despiertas. Es por la mañana y hay que hacer recados. Una vuelta al barrio rápida, para hacer compras, y volver a comer a casa.

Las tiendas llevan abiertas un par de horas ya. En el callejón de siempre, los parásitos de siempre hacen lo único que saben hacer : chuparle la sangre al barrio vendiendo veneno. En el supermercado y en la tienda hay poca gente, no está la cosa para tirar cohetes, y los que están no hablan más que de una cosa : los precios, y la crisis. Son conscientes por la vía de los hechos de lo mal que andan las cosas, todo ha subido, menos sus sueldos, ó sus pensiones y ayudas. Saben perfectamente que si esto sigue así , su "economía familiar" se hundirá, como ya se han hundido otras. ¿La prueba? Un hombre con ropa en un estado aceptable y con un perfecto aspecto físico rebusca en un contenedor en la cuesta del barrio al volver a casa tras comprar.

Tras comer, toca partir, y hay que darse prisa. Uno se para a pensar en la fuerza de trabajo que vende para sobrevivir, pero no solemos pensar en la cantidad de momentos que dedicamos a nuestra tarea , no pensamos en cuantos momentos buenos nos roban insertando en nuestros cerebros esa obsesiva preocupación que supone ser mejores y mas productivos para ellos. Cojo el autobús junto a una oficina del paro. Está a rebosar , a pesar de la hora que es . Las colas , repletas de personas cuyos ojos son dos vidrios y cuyo rostro es la desesperación absoluta, llegan casi a la calle. Ahí hay gente de todo tipo y aspecto : jóvenes, mayores, inmigrantes, con estudios , sin ellos. No todos están igual de mal, pero sí saben que su vida pende de un hilo en muchos casos.

En el autobús y en el vagón de tren la gente calla. Más miradas perdidas. Más personas dirigiéndose a sus trabajos, pendientes como yo de pensar y darle vueltas a la jornada . La mayoría van hacia Boo, a la Ferroatlántica, una industria vieja y horrible donde las mafias sindicales hacen y deshacen a su antojo y donde tu puesto de trabajo es un número caprichoso. Las medidas de seguridad, por lo que muchos dicen, brillan más bien por su ausencia. A algunos ni siquiera les dan mascarillas para protegerse . Tengo la sensación de que estos currelas viven en la indignación permanente. En todos los días que he ido con ellos en el tren , jamás les vi sonreir. Siempre están cabreados, y parece que tienen razones de sobra. Leo el periódico, porque no hay nada mejor que hacer . Incluso en un periódico deportivo se leen babosadas ya. Hay que joderse. Le doy dos vistazos más y va directo a la basura.

Al llegar a mi trabajo mis jefes sonríen contentos. Siempre están pendientes de ser simpáticos, pero eso no hace que deje de ser consciente de que cada mes me roban la mitad de lo que es mío, de lo que yo he producido y ganado. Hablamos de payasadas diversas : el tiempo , casi siempre. Esa situación tan artificial , tan fingida, tan rancia, me revienta. Cada sonrisa forzada que me dedican y que me veo obligado a devolver es un navajazo para mí. Después, trabajar. Por delante de mí pasan generaciones nuevas llenas de viejos valores como el egoísmo y la competitividad. Más de lo mismo. Viven llenos de sueños, mientras esperan inconscientemente que las propias fuerzas sociales que han engendrado esos sueños los destrocen contra el suelo. Salgo de trabajar, al fin, y otra vez vagones de tren, y otra vez autobús , y al final, el barrio, y mi hogar. Mañana será otro día. Pero será igual, no obstante.

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